Autores: Molina Arias M, Martínez-Ojinaga Nodal E.
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Pocas historias como la de Helicobacter pylori son tan representativas de los vaivenes de la medicina, de cómo hay que aprender que las cosas no son siempre lo que parecen y de que no hay que dejarse convencer con facilidad por teorías patogénicas atractivas, pero insuficientemente demostradas.
Compañero de la especia humana durante milenios, irrumpe en la historia reciente para ser el causante de más enfermedades de las que cuesta creer y se encuentra en el momento actual a la espera de encontrar el lugar que le corresponde en la salud y la enfermedad humanas.
Se sabe que H. pylori convive con el hombre desde hace más de 60.000 años. Sin embargo, no es hasta finales del siglo XIX cuando patólogos alemanes descubren la presencia de bacterias espiriformes en la mucosa gástrica, aunque el fracaso en conseguir el cultivo y aislamiento del germen hace que este hallazgo caiga en el olvido durante casi un siglo. Corre el año 1982 cuando Barry J. Marshall y J. Robin Warren consiguen por fin aislarlo en mucosa gástrica1, demostrándose durante los años siguientes que es un factor de riesgo de primer orden para el desarrollo de ulcus gástrico y duodenal, así como de adenocarcinoma gástrico y de linfomas MALT (del inglés, tejido linfoide asociado a la mucosa). De esta forma, pudimos ser testigos de cómo esta bacteria trasladaba la úlcera péptica, hasta entonces paradigma de la enfermedad psicosomática por excelencia, al campo de las enfermedades infecciosas.
Estos descubrimientos desencadenan la producción de verdaderos ríos de tinta sobre el tema, centrados inicialmente en la lucha académica entre los llamados “creyentes” y “no creyentes” (con aparente victoria final de los primeros) para pasar, finalmente, a describir su papel en la producción de enfermedades tan diversas como la litiasis biliar2, la cardiopatía isquémica3 y la arteriosclerosis coronaria4, la anemia ferropénica5, el síndrome de la muerte súbita del lactante6, la púrpura trombopénica idiopática7 e, incluso, algunas tan sorprendentes como la esclerodermia8 o la prostatitis crónica9.
De tal manera que, en el momento actual, a pesar de disponer de suficientes métodos diagnósticos, tanto invasores como no invasores, y de estar razonablemente establecidas las pautas de tratamiento, existe aún gran confusión general y desconocimiento sobre cuáles son las situaciones en las que está indicado llevar a cabo pruebas para su diagnóstico o intentar su erradicación para conseguir el alivio de los síntomas del paciente.
La principal causa de esta confusión puede encontrarse en el planteamiento metodológico de la mayor parte de los estudios realizados, como ilustra la magnífica revisión sistemática10 sobre el tema que aparece publicada en este número. Tras una búsqueda inicial que rinde un total de 1.120 trabajos, sólo 38 son finalmente considerados adecuados para su análisis; análisis que, a su vez, tiene que diferenciar entre los trabajos con alto y bajo riesgo de error. Y es que los ríos de tinta pueden ser múltiples y caudalosos, pero muchos de ellos bajan revueltos.
Los autores llegan a una serie de conclusiones ya enunciadas previamente por otros grupos de consenso, como el European Paediatric Task Force11 o el European Helicobacter Study Group12, dejando clara la falta de relación del germen con síntomas tales como dolor funcional periumbilical, flatulencia, estreñimiento, náuseas, saciedad precoz, sensación de plenitud postprandial, halitosis, regurgitación, etc. Queda también claramente demostrada la falta de pruebas que relacionen H. pylori con el dolor abdominal funcional definido por los criterios clásicos de Apley o por los más recientes de Roma III13. Por el contrario, parece que el riesgo de colonización por H. pylori es mayor en los pacientes con epigastralgia, sobre todo en los de menor tiempo de evolución, lo que probablemente esté en relación con el mayor riesgo de presentar enfermedad péptica cuando se presentan este tipo de síntomas. El problema radicaría en los niños sin epigastralgia clara y con dolor abdominal que no cumpla completamente los criterios de funcionalidad (lo que definen los autores como dolor abdominal no especificado), en los cuales se observa mayor riesgo de colonización en el ámbito de la atención hospitalaria, pero no en el de la atención primaria. Como ya se apunta en el trabajo, estos hallazgos pueden explicarse por la selección de pacientes con sintomatología más importante, que serían los remitidos al especialista desde el centro de salud y los que tienen más riesgo de padecer una enfermedad péptica asociada a H. pylori.
A la vista de estos resultados y aceptando que en niños no existe un cuadro clínico característico de la infección por H. pylori, debemos plantearnos en qué casos hay que investigar la existencia de colonización por el germen y cuándo debemos indicar el tratamiento erradicador, una vez encontrado. Parece claro que no sería necesario buscarlo en niños con dolor abdominal funcional típico. Si lo encontramos, procedemos a tratarlo y tenemos la desgracia de no conseguir su erradicación, habremos convertido una situación funcional en una enfermedad orgánica infecciosa que no somos capaces de solucionar, lo que dificultará el manejo del paciente y de su familia. Eso sin contar el coste y los inconvenientes de un tratamiento múltiple prolongado y la falta de garantías de éxito aunque se erradique el germen.
Sólo en los pacientes con dolor epigástrico con características de organicidad estaría claramente indicado realizar pruebas diagnósticas frente a H. pylori. El problema surge en decidir qué tipo de prueba realizar. Aunque las estrategias de diagnóstico no invasor y tratamiento están aceptadas en los consensos para adultos con síntomas gastrointestinales altos, como el de Maastricht III14, esto no es plenamente compartido por todos los grupos pediátricos. Algunos autores proponen realizar una endoscopia en los niños con síntomas sugestivos de enfermedad péptica y reservar la prueba no invasora para el control de erradicación postratamiento, mientras que otros aceptan el uso de una prueba no invasora (prueba de aliento o detección de antígeno en heces) una vez descartadas otras causas de dolor abdominal. Por último, algunos proponen el tratamiento de prueba antisecretor para indicar la endoscopia en los casos de persistencia de los síntomas.
Por tanto, tal como concluyen los autores que analizan los resultados de la revisión sistemática referida15, si nos basamos en las pruebas disponibles en el momento actual, parece evidente que no debe establecerse relación entre H. pylori y dolor abdominal funcional, especialmente en el ámbito de la atención primaria. Sólo debería considerarse su papel causal en los pacientes con epigastralgia con características de organicidad. Queda pendiente, sin embargo, establecer unas recomendaciones claras sobre el abordaje inicial diagnóstico-terapéutico de estos pacientes y sobre su control posterior, además de clarificar el papel del germen en otras entidades menos frecuentes como el edema angioneurótico familiar16, la púrpura trombopénica idiopática o los estados de inmunodeficiencia en los que pueda existir más riesgo de desarrollar cáncer gástrico.
No nos gustaría finalizar sin realizar una reflexión sobre el futuro de H. pylori y sobre las consecuencias de su tratamiento indiscriminado. Como ya hemos comentado, Helicobacter y Homo sapiens conviven desde hace más de 60.000 años y bajo una intensa presión selectiva, como indica el hecho de la enorme variabilidad genética entre las distintas especies de la bacteria. No parece descabellado pensar que el germen juegue algún factor protector frente a algunas enfermedades, como sugieren algunos trabajos en relación a la presencia de obesidad y diabetes17. Hay que tener en cuenta también el hecho preocupante, aunque no compartido por todos los estudios, del aumento de la incidencia de adenocarcinoma de esófago paralelo a la disminución de la prevalencia de colonización por Helicobacter en relación con la mejora de los hábitos de salud y el uso indiscriminado de antibióticos, ya que H. pylori podría proteger frente a algunas complicaciones del reflujo gastroesofágico. Habrá que definir en el futuro qué pacientes asintomáticos pueden ser subsidiarios de tratamiento para evitar posibles complicaciones evolutivas relacionadas con la colonización y si H. pylori puede ocupar un papel en el arsenal terapéutico como agente probiótico.
Conflicto de intereses de los autores: no existe.
Molina Arias, M. Martinez-Ojinaga E. Helicobacter pylori. Tras la tempestad, ¿vendrá la calma? Evid Pediatr. 2010;6:26.
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