Autor: Segura A.
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La promulgación por parte de la OMS el pasado 11 de junio de la situación de pandemia, más específicamente, de la última etapa en la preparación de la respuesta, ha tenido unas consecuencias que nunca podremos comparar con las que eventualmente se hubieran producido de no haberse tomado la decisión. Una pandemia peculiar puesto que ninguna otra había previsto seis fases graduales, desde la aparición de un nuevo agente capaz de difundirse entre humanos desde su reservorio, hasta el reconocimiento de la propagación planetaria del nuevo virus gripal.
De acuerdo con nuestra interpretación de la experiencia histórica, la pandemia debía ineludiblemente acontecer, más pronto o más tarde. Durante el pasado siglo se han sucedido al menos tres pandemias gripales, resultado de la aparición de una nueva variante antigénica, capaz de difundirse entre las personas susceptibles que a su vez se convierten en fuente de infección.
La vigilancia de la aparición de nuevos virus gripales entre las aves silvestres, las aves de corral y las ganaderías particularmente susceptibles a las infecciones gripales (sobre todo los cerdos, pero también los caballos) desvelaba potenciales candidatos a protagonizar la nueva pandemia. Como el virus gripal A (H5N1), especialmente virulento para las aves domésticas que en dos lustros ha afectado a unas 500 personas, la mayoría contagiadas por animales infectados y algunos mediante transmisión humana. Con una tasa de letalidad cercana al 50%.
Naturalmente, una cepa gripal que compartiera tal patogenicidad y se propagara fácilmente sería una temible amenaza para la salud de la humanidad. Patogenicidad y difusibilidad son independientes características de los microbios patógenos. Una combinación de ambas adaptada a las condiciones del entorno y de sus huéspedes es una ventaja selectiva en términos evolucionistas. Cuando debido a una extrema virulencia los huéspedes mueren antes que el patógeno se propague, éste desaparece. El comportamiento de los gérmenes depende pues también del entorno y de las intervenciones sanitarias. Por lo que acertar al predecir el impacto de las epidemias es complicado.
Los extraordinarios cambios en las condiciones de vida de los seres humanos, particularmente los derivados de la globalización, favorecen la difusión potencial de las infecciones y suponen un riesgo potencial para la humanidad. En algunos casos la amenaza se percibe muy remota y las medidas de prevención y de control que se instauran no alcanzan mucha notoriedad como ocurre con la malaria. En otras ocasiones, como sucedió con la variante de la enfermedad de Creutzfeld-Jakob, la encefalopatía espongiforme bovina, el temor a una extensión catastrófica entre las poblaciones bien alimentadas, explica la adopción de medidas drásticas como las que se instauraron para incrementar la seguridad de la carne de vacuno. Claro que entonces se había producido una crisis de credibilidad, debida a la ocultación, o al menos a la distorsión, de la información disponible. Afortunadamente, la extensión de la enfermedad originada por los priones, se ha mantenido muy circunscrita.
La presentación del síndrome agudo respiratorio grave, que en un par de años, desde mediados de 2002, produjo cerca de 9.000 afectados, con casi 800 víctimas mortales, suscitó gran inquietud. La causa de la enfermedad, hasta entonces desconocida, era un coronavirus hospedado en mamíferos peridomésticos. Fue notable la afectación del personal sanitario, probablemente como consecuencia de la práctica de exploraciones respiratorias que producían aerosoles contaminantes. Las espectaculares medidas de contención, con rigurosos procedimientos de aislamiento y cuarentena tuvieron un notable impacto en la economía de los países afectados y que, en el caso de Hong Kong, se ha estimado en un 1% del PIB. Aunque no se dispone de pruebas concluyentes, la OMS atribuyó el control de la epidemia a la enérgica aplicación de las medidas preventivas disponibles, limitadas a la profilaxis de exposición.
En mi opinión, tales antecedentes han condicionado poderosamente la respuesta de las autoridades sanitarias. Es verosímil suponer que los primeros datos del brote de México generaran, además de la comprensible lamentación por las víctimas, un sentimiento de reafirmación entre quienes habían sostenido la conveniencia de extremar las medidas preventivas, actitud que justo hasta entonces estaba cosechando cada vez más críticas, entre otras razones, por el elevado coste del oseltamivir almacenado, en trance de caducar.
En este contexto, algunas de las características de las poblaciones de los países ricos, como la intolerancia a la incertidumbre -siempre que no sea el resultado de la lotería- o la expectativa de que la enfermedad y la muerte son siempre, o casi, evitables, presiona a los representantes políticos a hacer lo imposible para soslayar el peligro. Con independencia de que el coste pueda ser desproporcionado, incluso sin tener la seguridad de que el remedio sea mejor que la enfermedad. Lo que incrementa las oportunidades de negocio para la industria sanitaria, dicho sea sin ánimo valorativo.
La decisión de la OMS se produjo, como la misma directora general de la OMS explicó, tras muchas consideraciones. Prevaleció, sin embargo, la idea que lo más conveniente era prepararnos para lo peor y si luego no sucedía, mejor para todos. Un argumento que, aparentemente al menos, es lógico. Pero que tiene una limitación grave, a saber, que prepararse no es gratuito, ni siquiera inocuo. Menos gratuito y menos inocuo cuanto más intensa sea la preparación. Porque si no acabamos de estar nunca seguros de la eficacia de las medidas preventivas, sí sabemos que no están exentas de efectos adversos. Algunos tienen que ver con la justicia distributiva, el llamado coste de oportunidad, lo que dejamos de hacer. Argumento que para ser válido implica una alternativa más útil. No invertir en la prevención de la epidemia para seguir gastando en hipocolesterolemiantes que ni siquiera se toman o en visitas protocolarias a los niños que cumplen quienes menos las necesitan, no es aceptable. Otras consecuencias, derivadas de aislamientos y cuarentenas, de las restricciones a la libertad personal y empresarial, la disminución del comercio o del turismo, las distorsiones en la vida cotidiana, en la escuela o en el trabajo, son claramente perceptibles1,2
Es, pues, una cuestión de proporcionalidad, porque todas las medidas mencionadas pueden ser convenientes y hasta imprescindibles si el peligro es lo bastante grave. Pero la proporcionalidad exige mucha flexibilidad de las autoridades y, por eso mismo, una suficiente credibilidad. De ahí que haya que pensar también en la confusión y la desorientación que pueden provocar algunas actitudes corporativas mientras se está desarrollando la epidemia, de dimensiones distintas que las que corresponden al derecho individual a la libre expresión que afortunadamente disfrutamos en la actualidad.
El recurso a la vacuna es la opción a la que tradicionalmente hemos recurrido para enfrentarnos a las epidemias gripales. No parece que, a pesar de la premura en su producción - que se explica teniendo en cuenta cuando se decidió iniciar el proceso de fabricación - la eficacia y seguridad sea apreciablemente distinta de las vacunas antigripales utilizadas hasta ahora. Es digno de reflexión que muchos profesionales sanitarios declaren su indisposición a vacunarse. Pero también lo es que no lo hicieran en años anteriores, si exceptuamos el invierno de 2004, cuando la amenaza de la gripe aviaria resonaba por doquier y la proporción de sanitarios vacunados fue más alta. Que no se vacunen habitualmente quienes vienen recomendando, prescribiendo o administrando vacunas, merece un adecuado análisis, entre otras cosas porque, además de poder contagiarse de sus pacientes, es perfectamente posible devenir fuente de infección de pacientes que, además, son especialmente susceptibles a complicaciones3,5.
De acuerdo con la información científica disponible, el efecto de los fármacos es, para los enfermos de gripe estacional, limitado y no exento de efectos adversos. Y frente a la impresión que se apunta de que los casos graves podrían beneficiarse de una medicación oportuna lo más lógico sería acelerar los ensayos controlados aleatorios que la demuestren.
Muchos otros son los aspectos de la situación que merecen analizarse. Para lo cual es deseable el máximo rigor y serenidad posibles. Lo que puede hacerse más adecuadamente una vez haya pasado la epidemia. Mientras tanto toca colaborar con las autoridades sanitarias y, por mi parte, reconocer particularmente el esfuerzo de los salubristas implicados, que son quienes disponen de la mejor experiencia en el análisis y el control de la epidemia. Esperemos que la determinación de las autoridades sanitarias y la dedicación de los profesionales de la sanidad tenga la continuidad que merece con la adecuada evaluación de los procesos y del impacto, para reforzar los aspectos positivos y modificar los mejorables.
Conflicto de intereses: los autores declaran no tener conflicto de intereses.
Segura A. Evolución, gripe y respuesta sanitaria oportuna. Evid Pediatr. 2009;5:76.
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